José Ramón González Parada
A través de los helechos y espinos sus ojos penetrantes escudriñaban las peñas blancas de la roca caliza, más abajo los bosques de castaños entreverados de hayedos y robledales enanos que se adaptaban a la altura, entre medias las praderas donde algunas yeguas con sus potros sustituían al ganado vacuno. Le gustaba peinar el lomo con los pinchos de los espinos, pero tendría que salir de aquella protección más propia del jabalí que del lobo, allí no había gran cosa que llevarse a las fauces. Podría sentir o quizá recordar la excitación y la euforia de la primera vez que vio aquellos parajes, pero había pasado demasiado tiempo, demasiado para un lobo hambriento y solitario.
Tendré que aventurarme más abajo, por aquí raro que encuentre algo más que un topo, que no es comida digna de mi estirpe. Y en las peñas ni en mis mejores tiempos pude soñar con hacerme con un corzo. Mira las yeguas qué tranquilas, ese potrillo no tendrá más de tres días, si lo cazara me iba a resolver varias jornadas, pero ya era imposible para mis mayores cuando cazaban en manada, las yeguas se ponen en círculo con la cabeza hacia dentro y en el centro los potrillos, dando unas coces mortíferas; una vez, inocente, me acerqué y salí vivo por milímetros. Al poco de llegar a estos parajes, siendo todavía fuerte y animoso, me crucé con otro lobo, viejo, hambriento y solitario, pero sabio. Él me contó como antaño cazábamos en manada, había abundancia de corderos y terneros, y solo había que estar atentos a evitar los mastines, poco peligrosos aunque buenos defensores de los rebaños, y a los temidos cazadores. Mastines y cazadores hacían la vida salvaje intensa y a veces dramática. El viejo lobo solitario me contó un suceso ocurrido lejos de aquí, que él había leído en un libro –ya dije que el viejo lobo era sabio– y fue como le dieron caza a uno de los nuestros: “Lo arrastraron hacia abajo, con los miembros quebrados. Reían, alardeaban, se alegraban por el aguardiente y el café que bebían, cantaban, maldecían. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el brillo de la alta meseta, ni la luna roja que colgaba sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas, en los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo muerto”.
A la loba que me parió también la mataron unos cazadores, le dije, y a mí me rescataron unos jóvenes que me llevaron a un refugio de animales. Había algunos que también eran refugiados, zorros, galgos, águilas, ocas, cervatillos, otros en cambio parecían de la familia de los humanos, unos cánidos ridículos que entraban y salían del edificio como perro por su casa.
Yo no tenía trato con los otros refugiados, pues según dijeron, estaba destinado a la vida salvaje. Me pareció muy rara la relación de los humanos con los cánidos, unos son tratados como pequeños príncipes domésticos, otros adiestrados para cazar y combatir, y a otros, nosotros el género lobo, nos quieren crueles y salvajes. Por eso no me castraron, a diferencia de los cánidos domésticos, satisfechos pero atontecidos y castrados, aunque de poco me sirvió, pues nunca una loba respondió a mis aullidos. Sobre nosotros cuentan muchos cuentos, caperucita roja, los tres cerditos, y tantos más llenos de tonterías y en algunos casos de admiración, como la de aquella loba que amamantó a Rómulo y Remo. También se creyeron el mito del hombre-lobo que aúlla con la luna llena. Por lo que yo vi en el refugio a lo más que podrían aspirar es a trasmutarse en el hombre-galgo o en la mujer-caniche. Yo no tengo queja, sin entrar en la categoría de animal doméstico, me alimentaron a base de biberones con un preparado especial de leche para lobeznos. Los humanos son así, tienen cosas para todo. Luego me fueron dando pequeños bocados de carne y un día me ofrecieron un cordero lechal bien destazado, días más tarde otro cordero pero completo, con su piel y todo. Aprendí a desollarlo a dentelladas, la pitanza me dio para varias jornadas. Pasaron los días y las noches sin que mis protectores me trajeran nada, aullaba de hambre, y de repente un cordero vivito y coleando apareció en el recinto que yo ocupaba. Pobre, no tenía escapatoria, y aunque la hubiera tenido no habría podido zafarse de mí, tal era la furia y la energía con las que me abalancé sobre él segándole el cuello de una certera dentellada y lo devoré no diré con avidez por no ser redundante, ¿cómo devorar si no es con avidez? Tras esta prueba mis protectores consideraron que ya estaba maduro para devolverme a la vida salvaje, sentí un pinchazo y luego me encontré en los parajes que ahora domino, ningún olor me orientaba hacia el refugio de mis días de lobezno, estaba lejos, muy lejos, estas montañas serían ahora mi hogar.
Pero aquí ya no hay corderos con que seguir alimentándonos nosotros y de paso alimentar la mala fama que tenemos entre los humanos. Tampoco terneros malamente defendidos por unas vacas de cuernos torpes. Topos y ratones son mi escasa y desagradable dieta, y si hay suerte un conejo sarnoso. El viejo lobo solitario me enseñó muchas cosas, por ejemplo que en esta antigua lobera ya no había lobos, no había sustento y las manadas se habían extinguido o emigrado lejos, muy lejos, buscando como sobrevivir. Me enseñó también los últimos reductos ocupados por los humanos, unas cabañas abandonadas y medio derruidas, fue dentro de una donde cacé y devoré mi primer ratón. Te irás acostumbrando, me dijo, aunque por aquí cada vez quedan menos. Si bajas al valle encontrarás más y más gordos, y algún otro animal doméstico perdido, pero hay que ir con cuidado, también hay humanos y aunque ahora ya no hay cacerías como antes, no te fíes, aléjate siempre de ellos.
Abrumado por el hambre decidí traspasar la línea segura de las cabañas abandonadas y bajar hacia el valle. Era cierto, donde había terrenos cercados o alguna casa humana era más fácil hacerse con un topo o un ratón, perseguir un conejo o atemorizar a un zorro. En cierta ocasión, encontrándome a la orilla de un río de cierta anchura vi en la de enfrente una oca lustrosa, gorda, grasienta, apetitosa, conocía su existencia desde la época del refugio, y aunque no era la clase de caza que nos ennoblece sería lindo acechar, saltar, morder y matar para luego devorar y sobrevivir. Si quería cazarla, y claro que quería, tenía que pasar por un puente que no lejos de allí se acercaba a unas casas humanas. Agazapado y cauteloso hice la travesía del puente, pero fui descubierto y de las casas salieron varios humanos gritando y blandiendo garrotes, y el brillo inconfundible del cañón de una escopeta. Escapé faltándome las fuerzas y fui a esconderme en un bosquecillo pues pronto cesó la persecución, me tenían tanto miedo a mí como yo a ellos, pero me quedé sin la oca.
Jornadas de hambre y marcha, siempre lejos de zonas habitadas, me llevaron mucho más allá de donde se acaba el valle, y donde una franja azul se interpone entre la tierra y el horizonte. El mar es una llanura movediza, llena de agua que no se puede beber, una llanura bordeada de arena fina, me pareció fascinante, como la primera vez que vi las montañas, los bosques y las praderas. Corrí por la playa primero a pasos cortos y luego a grandes zancadas llevado por mi olfato y mi instinto, olía a carne, aunque era un olor totalmente nuevo para mí, pero sin duda más atractivo que los escasos ratones que me habían mantenido vivo las últimas jornadas. Al fondo una piezas que tenían el color de la piel del conejo pendían de un cordel atado a dos palitroques. Salté para alcanzarlas una, dos y por fin a la tercera la fuerza de la mordida hizo desmoronarse el tenderete.
Con un buen trozo en las fauces corrí a refugiarme en una barca que estaba en la orilla del mar –luego supe que era una barca, entonces solo me parecía una oquedad segura- , para dar cuenta del nuevo manjar. Allí escondido devoré la tajada que tenía un sabor salobre, pero me reanimaba; decidido a ir a por más apenas asomo el hocico recibo el olor de un humano, pero esta vez no era un olor desagradable. Un viejo recogía las tajadas que estaban esparcidas por el suelo, y a continuación se dirige hacia la barca que me servía de refugio; a medida que se acercaba sentía que no me daba miedo, cuando me vio en la barca me di cuenta que yo tampoco lo atemorizaba.
Hermano lobo, me dijo, malos tiempos para andar en la montaña, por aquí tampoco son buenos, apenas queda pesca, esquilmada por la avaricia de gente que vive lejos de aquí; yo me mantengo como puedo, con estas pocas tajadas de pescado seco que veo que tu ya has probado, y mientras hablaba iba empujando la barca hacia las olas donde experimenté un extraño fenómeno, donde antes había arena ahora era todo agua. Una vez en la barca el viejo seguía hablándome, yo pescaré para los dos, me dijo, y tu vigilarás las tajadas que se secan al sol, no hace falta que seas muy fiero, solo que lo parezcas. A merced de las olas en compañía del viejo pescador sentía a la vez la placidez del lobezno criado por humanos en el refugio y la furia excitante de la vida salvaje que me venía del mar.
La luz del atardecer llenaba de color el horizonte acunando en la barca al lobo y al viejo, como extraños navegantes en la inmensidad del mar.
Nota: el texto entrecomillado es de Herman Hesse
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